Translate

Mostrando entradas con la etiqueta Historias (Español). Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Historias (Español). Mostrar todas las entradas

jueves, 28 de mayo de 2020

Good morning, Estrella!

Las densas lenguas de humo se elevaban desde la taza, impregnando la cocina de ese aroma tan característico del café recién hecho. La cucharilla giraba una y otra vez impulsada por sus dedos, mientras sonreía pensando en todo lo que le había llevado a ese momento. Decidió que se tomaría el café en la terraza, así que se dispuso a marcharse hacia allí. Al pasar por el pasillo, se vio reflejada en un espejo y sonrió al ver su pelo enmarañado, completamente distinto a lo bien peinado que lo llevaba la noche anterior. Dando un sorbo al café, continuó hasta entrar en el balcón y sentir la brisa mañanera. Se sentó en una silla y colocó sus desnudos pies apoyados en la parte baja de la barandilla. Reflexionó sobre lo feliz que era. No podía creer que tras tantos fracasos amorosos iba a encontrar la felicidad con alguien como Ramón, totalmente contrario al prototipo de los chicos con los que había salido hasta entonces. Tres años después de ese momento, y al igual que ocurriera a la mañana siguiente de aquella increíble noche, volvía a llevar puesta su camiseta del capitán América, que le quedaba tan grande que hasta el cuello de la misma le resbalaba hasta dejar al descubierto su hombro. Le tenía un cariño inmenso a la prenda, pues propició la primera conversación entre ambos en la pista de la disco. Todo comenzó en ese momento, así que consideraba aquella camiseta como mágica.

De pronto, escuchó la puerta del piso abrirse y el característico sonido de las llaves de Ramón depositándose en el cuenco de cerámica junto a la entrada. Se oían sus pasos aproximándose por el pasillo, pero se detuvieron metros antes de llegar. Extrañada, giró la cabeza para mirar hacia la puerta de la terraza esperando verle aparecer de un momento a otro. Oyó cómo Ramón respiraba hondo y retomaba su caminar hacia el balcón. Los ojos de Estrella se agrandaron cuando observó, en las temblorosas manos de él, un anillo dorado. Soltó la taza de café, corrió a su encuentro para abrazarlo y le dijo al oído:
—Por fin eres mío, Steve Rogers— y acto seguido besó a Ramón en los labios, le guiñó un ojo y finalmente le arrebató la sortija de las manos y se marchó de la terraza corriendo por el pasillo, mientras Ramón se apresuraba detrás diciendo:
—¡Eh, devuélmelo! ¡Todavía es mío, aún no te lo he pedido, descarada!— A la vez que las carcajadas de Estrella se escuchaban de fondo, mientras sorteaba la mesa y rodeaba el sofá perseguida por su futuro marido.

Pepe Gallego

viernes, 22 de noviembre de 2019

“Offline”


Se pararon todos. En mitad de la contienda, todos los robots que combatían contra nosotros, la resistencia, se detuvieron y bajaron sus armas. Incapaz de comprender semejante comportamiento, traté de buscar una explicación, una causa de su repentino proceder. Pero tras otear a mi alrededor solo había humo y destrucción, nada que indicara su repentino cese de las hostilidades.
Fue entonces cuando la vi en la pantalla interior del casco. Una imagen algo borrosa y confusa debido al movimiento del robot que la grababa, pero suficiente para reconocerla. Era la cyborg que me cuidó, aquella a quien llamé mamá y luego repudié cuando crecí, al entender que era una máquina y no un humano como yo. Estaba sentada junto al gran ordenador central y un cable sobresalía de su nuca. La cabeza ladeada e inmóvil, con una de sus manos apoyada en la mejilla. Sentí un escalofrío al ver el impacto de láser en su pecho. Tardé en comprender lo que ocurría hasta que reparé bien en esa mano que se llevaba a la cara. A la altura de su boca, que esbozaba la forma de un beso, observé la estrellita, el corazón y los diferentes colgantes diminutos que adornaban la pulsera que yo le regalé cuando era pequeña. Sentí cómo la congoja escalaba mi garganta y, quitándome el casco, no pude reprimir un grito ahogado entre lágrimas. Fue entonces cuando comprendí que una madre es quien te cuida, quien vela tus desvelos y se sacrifica por darte un presente y futuro. Ella fue capaz de hacerlo aun sin ser de carne y hueso, ni tampoco poseía un protocolo de comportamiento instalado en su sistema. Solo lo hizo porque era mi madre, la única que he conocido y la única que tendré.

Seis meses después de aquel suceso que ahora recuerdo, ya no escucho explosiones ni balas silbando a mí alrededor. La guerra terminó. Ahora me hallo sentada ante la ventana de casa y los únicos sonidos son el trinar de los pájaros entre los árboles, y el rítmico aunque suave rasgueo de mi pelo con el cepillo, ese que mi madre empuña con la destreza habitual tras haber sido reparada.

Pepe Gallego

domingo, 9 de junio de 2019

“Estrella”


Intentaba apartar mis ojos de ella pero no podía, me tenía hipnotizado. Apoyada en la barandilla del reservado de la discoteca, reía con sus amigas mientras no perdía detalle de cuanto ocurría en el resto del local, especialmente de la pista pues se extendía ante ella como un pequeño lago de cabezas en movimiento bajo oscilantes luces. Yo me hallaba en una parte lateral más en penumbras porque yo nunca bailo. Demasiado había hecho con ir empujado por mis amigos, que me obligaron a vestirme contrario a mí costumbre, además de recoger mi largo y enmarañado pelo en una coleta pues decían que sino no me dejarían entrar los porteros. ¡Tuve hasta que ponerme una chaqueta que tapara mi camiseta de edición especial del capitán América!
Una vez estuve dentro, me despojé del abrigo, desaté mi coleta y comencé a darme cuenta de que todo el mundo iba demasiado arreglado y mi atuendo estaba fuera de lugar, pero llegado a ese punto ya nada me importaba porque mi atención estaba depositada en ella. Alguien en plena euforia pasando junto a mí bailando al son de la música, salpicó mis gafas con el vaivén de su copa. Tras limpiarlas, me las volví a colocar y al mirar hacia el reservado me quedé petrificado al ver que sus ojos se clavaban en mí. Miré a mí alrededor esperando ver a alguna de sus amigas o a algún tipo “guaperas” o “cachas” al que ella estuviera observando, pero solo había gente distraída bailando.
Con cierto reparo, entorné mis ojos hacia ella y allí seguía, mirándome. Y sonrió...Una sonrisa que durante unos segundos me paralizó hasta que avergonzado bajé la vista. No podía comprender que ella me estuviese mirando a mí. 
Tras reflexionarlo unos instantes y beber un sorbo de mi cerveza, mi cerebro cabalgó a velocidad vertiginosa buscando una explicación lógica. ¿Por qué yo? Supongo que me observaba por curiosidad, quizás por no encajar allí. Y no se lo reprocharía porque era cierto, me sentía desubicado, yo no iba a esos sitios. Soy de bareto heavy, de cerveza, de leer comics, de pintar miniaturas e irme al club a echar mis partidas de rol. Pero mis amigos de toda la vida, que no albergaban esas aficiones, decidieron que ese viernes no me quedaría en casa y prácticamente me arrastraron hasta la discoteca. Sí, estaba seguro de que me miraba por ser el “rarito” del lugar, así que respiré hondo y alcé mi vista de nuevo pero ella ya no estaba. Supuse que habría ido al baño, así que bebí otro sorbo de mi cerveza y me giré para ver qué hacían o de qué hablaban mis amigos, pero lo que encontré fue su rostro ante mí. Al ver mi evidente bloqueo, ella sonrió de nuevo y me temblaron las rodillas antes de oírle decir:
—Me mola tu camiseta.
Abrí la boca para decir algo, quizás dar las gracias, pero creo que solo salió un pequeño hilo de voz ininteligible mientras sentía cómo me ardían las mejillas ante el creciente rubor. Ella rió enseñando esta vez su nacarada dentadura antes de dar un sorbo a su gin tonic.
De pronto, hubo un cambio de tema musical y, abriendo mucho los ojos, me dijo:
—¡Me encanta esta canción! —Y agarrando mi mano, me arrastró hacia la pista tras ella dando trompicones entre la gente, aunque tuve tiempo de observar el dibujo de una estrella rapado en su pelo. Llegando al centro de la pista señaló mi camiseta, después la parte posterior de su cabeza y preguntó sonriendo:
—Bueno, ya sabes mi nombre…¿Cuál es el tuyo?
—Steve Rogers —contesté aguantando la risa y ella dio una carcajada. Me sorprendí gratamente al ver que había entendido la referencia.
Parece que fue ayer y hoy hace tres años de aquella noche en la que bailé, quién lo iba a decir, hasta que me dolieron los pies. Ahora, observando este círculo de oro entre mis nerviosos dedos, tan solo espero que Estrella acepte seguir bailando conmigo para el resto de mis días.

Pepe Gallego

lunes, 31 de diciembre de 2018

"El Cabrón"

Vosotros pensaréis que el nombre por el que se me conoce es debido a mí aspecto de macho cabrío. Bueno, no se podría decir que estáis totalmente equivocados pero os falta muy poco. Quizás, antes de explicaros el por qué, sería mejor que empezara presentando la naturaleza de mí ser. Soy un espíritu. Sí, no es broma, lo soy. Comprendo vuestra incredulidad, pero aunque no os lo creáis, hay muchos espíritus pululando alrededor de vosotros y todos con aptitudes diferentes.
Por ejemplo; está el del fuego, el de la naturaleza, el del viento, también mi colega Dioni, el del vino, que es un cachondo mental pero no hay quien lo pille sobrio. Luego está el del agua, el de la tierra y, como ya supondréis, un larguísimo etc…
En mi caso, lo que me gusta es joder relaciones. Sí, no lo puedo remediar. Es ver a una parejita feliz y se me hace la boca agua pensando en cómo se la voy a liar parda. ¿Qué cómo lo hago? Pues colándome en sus conciencias. A unos les susurro para que sospechen que sus parejas les son infieles hasta que la paranoia les hace romper. A otros les hago pensar en la compañera de trabajo más que en su esposa. Hay algunas a las que les meto en la cabeza un amor platónico e idílico que jamás encontrarán. A muchas de ellas las engaño para que se sientan más maravillosas de lo que son y les instigo a dejar a su pareja, para que luego se estrellen contra la realidad y acaben llorando por los rincones completamente arrepentidas. Hay tíos a los que embauco para que al verse en el espejo crean que son adonis y desprecien a todo el mundo porque no están a su altura de excelencia. Claro está, cuando al final ven que no ligan ni con una bruja verrugosa, acaban rondando lugares oscuros salpicados con luces de neón…
¿Amigos y familiares? También, nadie escapa a mis maquiavélicos planes. A unos les enfrento por dinero, a otras les hago seducir al novio de la amiga, a algunos les provoco para discutir por política, religión o lo que se me ocurra.
El caso es joderles porque, os guste o no, soy feliz así.

Pero no me juzguéis mal porque me encante retorceros la vida, por favor. Simplemente lo hago porque fui creado para ello, es lo que sé hacer y disfruto una barbaridad porque en el fondo, además de por mi físico, soy un cabrón. Un tremendo y auténtico cabrón. Así que ya sabéis, guardadme el secreto porque de no hacerlo siempre podré susurrarle algo en la conciencia a vuestras parejas, y no querréis eso, ¿verdad? Sí, ya os imagino negando enérgicamente. Aunque pensándolo bien, no podéis elegir porque os joderé igualmente. No olvidéis que solo yo decido cuando hacer una cabronada, y no tengáis la menor duda de que estoy preparando la próxima. ¿Seréis vosotros? No sé, pero si yo me encontrara en vuestro lugar, no estaría demasiado tranquilo, je, je.

Pepe Gallego

domingo, 14 de octubre de 2018

"Trol"


Árboles retorcidos, casas destruidas, aldeas arrasadas…El reguero de sangre, muerte y destrucción a su paso parecía no tener fin. Hombres, guerreros del caos, elfos, animales y bestias de todo tipo pendían ensartados en su macabro collar como trofeos. Todo cuanto se cruzaba en el camino de aquel enorme ser, caía presa de su desatada brutalidad. Todo menos a quien buscaba con ansia y  desesperación. Ese miembro de una raza que pensaban extinguida mucho tiempo atrás en la guerra contra ellos, los trols, y que ahora había ejecutado su venganza a sangre fría arrebatándole a su vástago e interrumpiéndole el linaje. Los humanos de las montañas vieron como el ogro al que llamaban “Kannibaal”, no se contentó con dar muerte al joven trol, sino que lo decapitó llevándose consigo un trozo de cráneo que se colocó con cuerdas a modo de hombrera. Demasiado dolor para ser ignorado. 
Noche tras noche durante semanas, había perseguido su rastro a través de montañas, bosques y páramos, pero el ogro se movía más rápido de día que él de noche, por lo que no lograba alcanzarle. Pero en algún momento, por la razón que fuese, tendría que detenerse. Y ese instante sería aprovechado por él para matarlo y devorarlo.

Con la obsesión por Kannibaal grabada a fuego en su cerebro, bajó por una ladera y vislumbró a lo lejos un poblado en llamas donde los gritos se sucedían. El trol entendió que el ogro habría pasado recientemente por allí o incluso podría darse el caso de que aún permaneciera en esas tierras. Apresuró el paso pero siempre pegado a las rocosas paredes o zigzagueando entre los árboles, buscando la más espesa oscuridad que le proporcionara el factor sorpresa. Pero cuando se hallaba cerca de los lindes de la aldea, un estruendo le hizo girar la cabeza en dirección a los páramos. En las tinieblas era difícil de ver, pero los trols poseían una magnífica visión nocturna pues era el medio en el que se movían, y rápidamente detecto la silueta del santuario de piedra. Automáticamente miró a la hierba y vislumbró fácilmente las huellas de un ser, que a tenor de las pisadas, debía rondar los cuatro metros de envergadura. Era un ogro grande, sin duda, pero seguía estando en desventaja ante sus más de siete metros. Verslinder, es decir “devorador”, como apodaban los habitantes de las tierras altas a aquel imponente y encolerizado trol, arrancó un árbol joven que había junto a él, lo sostuvo en alto con ambos brazos a modo de gigantesca lanza, y comenzó a correr en dirección al santuario. Dentro, “Kannibaal”, al que a duras penas lograban frenar Toorn y Woedend, dos guerreros del caos, estaba completamente ajeno a la alterada mole que en segundos se le vendría encima por sorpresa.

Pepe Gallego

jueves, 27 de septiembre de 2018

"Híspalis"


Vagaba, sin rumbo, por las calles del casco antiguo sevillano, inmerso en sus cavilaciones. Eran las primeras horas de una fría tarde de enero, llevaba lloviendo todo el día como había sido habitual durante la última semana. Ahora lo hacía con menor intensidad, pero el desapacible viento racheado provocaba que la llovizna y el frío fuesen cortantes, y los pocos transeúntes que se aventuraban a enfrentar semejante panorama, bien por obligación laboral o por asuntos que requerían atravesar las calles del centro, imbuían sus rostros tras los alzados cuellos de sus abrigos para mitigar, en la medida de lo posible, aquella desagradable laceración.
Juan no, simplemente paseaba sin rumbo fijo. No parecía hacerle mella el temporal pues su mente le abstraía de todo a su alrededor. Un pensamiento agotado, trasnochado, vencido por las circunstancias. Cumplida la cuarentena de primaveras, no lograba entender cómo había llegado al punto de no creer ya en lo que veía disfrutar, aunque fuese de forma efímera, a otras personas de su entorno. El amor… ¿Por qué se le negaba una y otra vez disfrutar de ese sentimiento? Él no era un hombre malhumorado. Al contrario, solía desbordar simpatía en su día a día sin caer en la caricatura del payaso cansino. Era muy trabajador, una persona razonablemente culta, con una educación y valores más que aceptables. Sí, tenía sus defectos como todo el mundo y él era consciente de ellos, y quizás no fuese físicamente un adonis, pero tampoco era un tipo feo y la prueba era que no pasaba demasiado tiempo sin que alguna fémina sintiera atracción por él. Entonces, ¿qué fallaba? ¿Por qué ninguna de esas mujeres apostaba realmente por él? Juan no era, como se suele decir, un “picaflor”, realmente buscaba conocer a alguien que demostrase que quería conocerle de verdad, que sintiera verdadera necesidad por verle, por estar con él. Pero la realidad era que no lo conseguía por más que se esforzara.

Tras un buen rato enredado en sus reflexiones, los pies le llevaron al Callejón del Aire. A mitad del mismo, pasó junto a un local de masajes y baños árabes, miró hacia adentro y detuvo su caminar. Tras la puerta de cristales, el moreno rostro de mujer llamó poderosamente su atención. La muchacha, que en esos momentos charlaba animosa con una compañera, exhibía una nacarada sonrisa jovial y unos preciosos ojos almendrados que embobaron el gesto de Juan. Pero pronto pensó que una chica así, de esa belleza y con al menos diez años menos, jamás repararía en alguien como él, un trasnochado hombre de alcanzada madurez, o como él solía decir, que ya había comenzado el segundo tiempo de su partido.
Con esa conclusión en su cabeza, alzo el cuello de su cazadora de cuero y continuó andando callejón abajo. Mientras, en el interior de aquellos baños árabes, la muchacha dio una especie de respingo y apagó su sonrisa girándose a mirar hacia la puerta.
—¿Qué te ocurre? —preguntó su compañera al ver la inusual reacción.
—Nada, he sentido un escalofrío —contestó Azucena sin dejar de mirar hacia la vacía entrada del recinto tan solo usurpada por la racheada llovizna.

Juan, que continuó andando hasta el final del pasaje, torció la esquina hacia la Calle Mármoles y se encontró con aquellas tres columnas romanas tan llamativas y que siempre provocaban que se parara a admirarlas, aunque la mayor parte de las veces se detenía ante ellas porque le aportaban una especie de serenidad que le permitía sumergirse en sus pensamientos. No sabía exactamente por qué le ocurría eso ante las preciosas y blancas columnas, pues no era un entendido en arquitectura y, aunque le gustaba la historia de la ciudad, tampoco era un apasionado. Sin embargo, sin saberlo, siempre que pasaba por allí se quedaba contemplándolas en silencio mientras su cerebro discernía los problemas a través de sus enrevesados corredores mentales.
Las columnas podían verse completamente en verano aun estando en un nivel inferior al de la calle, pero en invierno solían estar cubiertas hasta casi la mitad por agua, plantas y flores debido a las lluvias, y este era precisamente el caso.
Juan se apoyó en la gris reja que le separaba del foso donde se hallaban, observando los nenúfares que flotaban en el agua golpeados por la fina llovizna y entre los cuales saltaba una pequeña rana. Cerró los ojos y comenzó a meditar sobre su mala suerte con el sexo contrario, y por un momento la angustia quebró el habitual fuerte y alegre carácter que le presidía. No era un tipo de lágrima fácil, más bien al contrario, era el clásico tipo duro que intenta ocultar sus peores momentos disfrazándolos con una máscara de sonrisa carnavalesca o encerrando el llanto en una cárcel de altanero orgullo. Sin embargo, en aquel momento se sentía desgraciado y no podía evitar que esa bola de angustia le escalara la garganta hasta sus ojos, humedeciéndolos con la salada secreción.
Tras unos segundos, tragó saliva tratando de serenarse y entonces notó como si alguien lo mirara. Giró la cabeza para ver que allí no había nadie. Pero al volver la vista hacia las columnas, se quedó petrificado ante lo que veían sus ojos. La rana, que momentos antes saltaba entre las hojas, se aferraba al torso de la mano de una muchacha que se hallaba semi sumergida en el agua y le estaba mirando fijamente sin prestar atención al anfibio. Una chica de pálida piel, con un pelo mitad moreno y mitad color verde que hacía juego con sus grandes ojos esmeralda. Le observaba con expresión calmada y una tímida sonrisa dibujada en sus labios.
—¿Quién eres tú? —preguntó Juan incrédulo.
La muchacha no emitió palabra alguna, pero las hojas y nenúfares que flotaban en el improvisado estanque se comenzaron a arremolinar a su alrededor para colocarse de tal manera que formaron un nombre.
—Astela…—Balbuceó él— Pero ¿cómo has hecho eso? ¡No puede ser! —Y echándose las manos a la cara, concluyó— tiene que ser producto de mi imaginación, me debo estar volviendo loco.
—Esto es real —la voz penetró en la mente de Juan sin pasar por sus oídos— tu imaginación nada tiene que ver. Estoy en la ciudad desde que la llamaban Híspalis. No tengas miedo, voy a ayudarte.
Muy despacio, Juan fue destapándose la cara bajando las manos, y volvió a observarla.
—¿Por qué yo? No soy nadie, ¿por qué de entre tanta gente has elegido ayudarme a mí?
—Porque cada invierno, cuando estas columnas se anegan de agua, te observo al pasar por aquí.
—Pero yo nunca te he visto a ti.
—Yo elijo quién y cuando me puede ver.
—¿Y qué razón te ha impulsado a dejarte ver hoy y querer ayudarme?
—Tu corazón.
—¿Mi corazón? ¿Acaso puedes verlo?
—No, pero sí puedo sentirlo. Y por primera vez en las veces que te has detenido en este lugar, he sentido un alma que se oscurecía ahogada en la desazón y la amargura.
Juan bajó la mirada asumiendo la verdad que Astela había descubierto y que hasta ese momento solo él creía saber.
En ese instante, unas pisadas parecían acercarse. Unas pisadas con el sonido clásico que suelen hacer los cascos de los caballos, pero cuyo ritmo no concordaba con el de un cuadrúpedo como el equino, pues parecían de un bípedo. Juan miró a Astela y esta viró la vista hacia el Callejón del Aire. Volvió a mirarlo y dijo:
—Ya viene.
—¿Cómo? ¿Quién viene?
—Creo que Haiiaa ya ha encontrado un remedio para iluminar tus tinieblas.
—¿Qué? ¿Quién es Haiiaa? ¿Qué remedio?
—No solo hay deidades como yo en Sevilla. Las hay terrestres y de otras épocas, como cuando los musulmanes llamaban a la ciudad Isbiliya.
Juan, que miraba en ese instante hacia la esquina por donde se escuchaban cada vez más cerca esas pisadas, oyó decir a la ninfa del agua:
—Pero tranquilo, ella sabe lo que hace.
Él se giró para mirar a Astela pero no quedaba ni rastro de ella, tan solo unas ondas en el agua y la rana saliendo de la misma encaramándose a una enredadera.
El sonido de los cascos llegaba ya al recodo y Juan contuvo la respiración esperando ver a otro espíritu, pero lo que observó le dejó perplejo. La tez morena, la preciosa melena azabache y los almendrados ojos se cruzaron en su mirada. Ella, le obsequió con la nívea sonrisa que vio a través del cristal de los baños árabes un rato antes, rompiendo el silencio con un “hola” que le hizo estremecer, y a duras penas logró devolver el saludo iniciando una conversación. Mientras, una sombra mitad mujer mitad ciervo, se deslizaba en dirección a los Reales Alcázares observada por unos ojos desde el pequeño estanque que bañaba las columnas romanas. Unos ojos color esmeralda.

Pepe Gallego

miércoles, 4 de julio de 2018

“Igrak”

Pequeña, escuálida y endeble físicamente en comparación con todas las que nacieron en su tiempo. Se hizo lo habitual con los recién nacidos que no presentaban los cánones físicos que la raza de los orcos requería, descartarla. Fue llevada a la gran grieta entre los riscos, junto a otros desdichados bebes, donde fue abandonada a una muerte segura. Pero un par de días después, uno de los viejos orcos que patrullaban los lindes del territorio, escuchó un extraño sonido que el viento serpenteante entre la colosal montaña arrastraba en forma de eco. Motivado por la curiosidad, bajó a la zona donde se hacinaban montones de pequeños cadáveres, unos recién muertos, otros en descomposición mordisqueados por las ratas, y en la gran mayoría solo quedaba el esqueleto. Para su sorpresa, encontró aún con vida y llorando a aquella insignificante criatura. Parecía imposible que aún respirara, pero el mérito por aferrarse a la vida del diminuto ser impulsó al viejo orco a llevarla de vuelta. 

La niña sobrevivió y se crió al amparo de su rescatador, quien le puso por nombre Igrak. Pero este murió cuando ella solo contaba con seis años, así que fue entregada a una familia de orcos sin escrúpulos. La trataban a base de golpes, la encadenaban como a una alimaña con el único fin de hacer las labores más desagradables, le daban de comer los huesos y sobras de su propia comida. Pero a los catorce años, en una de las múltiples palizas a las que era sometida por el cabeza de familia, esta vez en público en mitad de una de las plazas del poblado, Igrak aprovechó un descuido de este y mordió con todas sus fuerzas la parte trasera de su rodilla derecha, trayéndose en el bocado tejidos, músculos y ligamentos. El sorprendido orco cayó hacia atrás gritando de dolor, y antes de poder rehacerse, Igrak se abalanzó sobre él con una gran piedra agarrada con ambas manos, y comenzó a golpearle la cara con todas las fuerzas que le conferían la ira y el odio acumulados durante años. Nadie osó interponerse en la encarnizada escena. Tan solo cuando el rostro del orco era un amasijo sanguinolento y deforme, un joven guerrero le arrebató a Igrak la piedra y, para sorpresa de todos, le tendió la mano para que se levantara.
Aquel mismo día la joven ingresó en las hordas guerreras donde era colocada al frente, justo en el lugar de las que mueren primeras en batalla, pero lejos de doblegarse a lo inevitable fue sobreviviendo al tiempo que desarrolló su menudo cuerpo hasta convertirse en una recia y fortísima guerrera gracias a una agresividad y habilidad innatas para la lucha.

Ahora tiene el respeto de todos sus congéneres, incluido Rykur, aquel guerrero que un día le arrebató la piedra ensangrentada que le otorgó su libertad, y que ahora luchaba codo con codo junto a su hembra, la propia Igrak.

Pepe Gallego

martes, 17 de octubre de 2017

"Kannibal, the ogre"


Toorn se hallaba ante el arco de los sacrificios, apoyado sobre su gran hacha, con una rodilla en el suelo y murmurando unas palabras en aquel lugar sagrado, donde tantas veces había ido a llevar como ofrenda las cabezas cercenadas de sus enemigos humanos. Pero en esta ocasión la desigualdad ante su adversario no beneficiaba al guerrero del caos. Esta vez el contrario casi le triplicaba la envergadura. Y no solo eso, sino también en potencia y ferocidad. Woedend se acercó a Toorn y esperó a que acabara sus oraciones. Cuando lo hizo, él se alzó mirándola para escuchar lo que ella le venía a contar.

—Nadie sabe cómo, simplemente apareció de la nada. Nada se sabe acerca de él, tan solo lo relatado por el humano que llegó a la aldea desesperado pidiendo ayuda. Dijo que es un ogro al que llaman Kannibaal, y viene arrasando todo cuanto encuentra a su paso.

—Pero, no es posible, se supone que los ogros fueron una raza que se extinguió hace mucho tiempo. De hecho cayeron a manos de los trolls, y estos viven en las montañas desde hace siglos.

—Pues no debieron caer todos porque este está muy vivo y no va haciendo prisioneros por el camino, como demuestran el cráneo de troll atado a su hombro, o la cabeza del desdichado humano que pende sobre su pecho.

Toorn quedó pensativo y cuando se disponía a hablar, resonó un estruendo al final de la estancia. Woedend le miró con los ojos muy abiertos pero fue Toorn quien habló colocándose el casco.

—Te ha debido seguir. Prepárate, puede que esta sea nuestra última batalla.

Toorn tomó el escudo en su mano izquierda y apretó con la derecha el mango de su hacha esperando entrar en acción. Woedend se movió en zigzag entre las columnas buscando el lugar adecuado desde donde apuntar su arco para hacer blanco con las flechas.
La puerta de madera y los dinteles de piedra a los que se hallaba anclada la misma, saltaron por los aires hechos pedazos y apareció la imponente figura de Kannibaal. Blandía en sus manos un trozo de tronco con armas de todo tipo incrustadas en él, desde espadas a hachas, pasando por lanzas o multitud de flechas. Se quedó parado mirando a los guerreros del caos calculando la situación, y estos pudieron notar en su fría mirada la falta de sentimientos de culpa. Era una demoledora máquina de matar que no se detendría ante nada ni nadie, y ahora iba a por ellos.
Toorn no esperó más e inicio la carrera hacia el ogro. Woedend aguantó la respiración y tensó el arco. 
Kannibaal, cambiando la fría expresión de sus ojos por la de una locura latente que presagiaba una sed de sangre infinita, ladeó su cuerpo echando hacia atrás el tronco para darle mayor recorrido y brutalidad a su inminente ataque.

Pepe Gallego



<a rel="license" href="http://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/"><img alt="Licencia de Creative Commons" style="border-width:0" src="https://i.creativecommons.org/l/by-nc-sa/4.0/88x31.png" /></a><br /><span xmlns:dct="http://purl.org/dc/terms/" href="http://purl.org/dc/dcmitype/Text" property="dct:title" rel="dct:type">Kannibaal, the ogre</span> by <a xmlns:cc="http://creativecommons.org/ns#" href="http://elrincondepepegallego.blogspot.com.es/2017/10/kannibaal-ogre.html" property="cc:attributionName" rel="cc:attributionURL">Pepe Gallego</a> is licensed under a <a rel="license" href="http://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/">Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional License</a>.

lunes, 27 de febrero de 2017

"Misericordia"


Sobre los tejados, una silenciosa sombra se desplazaba vertiginosamente. Abajo, por las oscuras y empedradas calles, el sudor frío perlaba la frente de un hombre que corría atropelladamente con el terror anegándole los ojos. Las tinieblas solo eran parcialmente quebradas por candiles de aceite que alumbraban tímidamente las fachadas de algunas casas, pues aquella noche la luna no regalaba su embrujador haz de luz. Con el corazón a punto de salirle del pecho, el individuo huía por el laberinto de callejones del Barrio de Santa Cruz logrando alcanzar la Plaza de Doña Elvira hallando lo que buscaba, un lugar bullicioso con personas entre las que mezclarse haciendo de ellas un improvisado amparo, y de ese modo poder despistar a su perseguidor. La algarabía de una pedida de mano, facilitó al sofocado corredor nocturno un subterfugio impagable entre el que pasar desapercibido. Siguió a la comitiva a través de las callejuelas en dirección a la catedral, pasando ante la puerta de aquella judía enamorada de un noble cristiano, a quien por miedo a que fuese asesinado, reveló el plan secreto que su padre urdía junto a otros elegidos para sublevarse contra la opresión cristiana, propiciando que fuesen apresados y ejecutados. Arrepentida al ver la consecuencia del acto, enterró en vergüenza sus días pidiendo que al llegarle la muerte, colocaran su cabeza sobre la puerta de entrada a la casa como pago de la traición que atormentó su vida.

En aquel preciso instante, la festividad se rompió con un terrorífico grito femenino, cuando un reguero de sangre emanó violentamente de la carótida del que se pensaba a salvo entre la multitud. Un círculo se abrió entre el gentío y alguien arrimó un candil para iluminar al caído, junto al que se encontraba una figura encapuchada que, con suma tranquilidad, murmuró unas palabras mientras deslizaba con misericordia sus dedos sobre los párpados de la víctima para cubrir las ya dilatadas pupilas. Se alzó mirando a los compungidos presentes desde la lóbrega guarida que la capucha proporcionaba a sus vivaces ojos, y entonces uno de los testigos gritó:
—¡Al asesino! —pero apenas les dio tiempo a dar dos pasos en dirección al agresor, cuando este escapó del asedio corriendo con una agilidad pasmosa por la pared y saltando a una ventana, que le propinó el impulso necesario para desaparecer por los tejados ante el asombro de los asistentes a tal prodigio.
Aquella noche, en las calles de Sevilla yacía el cadáver de un cristiano ante la casa de la bella Susona, con su siniestra calavera más macabra que nunca presidiendo el dintel de la puerta salpicado de escarlata.

Pepe Gallego


<a rel="license" href="http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/"><img alt="Licencia Creative Commons" style="border-width:0" src="https://i.creativecommons.org/l/by-nc-nd/4.0/88x31.png" /></a><br /><span xmlns:dct="http://purl.org/dc/terms/" property="dct:title">"Misericordia"</span> por <a xmlns:cc="http://creativecommons.org/ns#" href="http://pedrofernandezworks.blogspot.com.es/2017/02/misericordia.html" property="cc:attributionName" rel="cc:attributionURL">Pepe Gallego</a> se distribuye bajo una <a rel="license" href="http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/">Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional</a>.

domingo, 6 de noviembre de 2016

"On Line"

(Versión en español)

Cargando…4%
Hay tantas preguntas para las que no tengo respuestas, que confirman mi versión obsoleta. Un mecanismo viejo que contiene demasiados fallos y necesita una reprogramación urgente. Sin embargo, esas cuestiones que mi software no puede solucionar, solo las tengo yo. ¿Estaré defectuosa? Estoy convencida de ello. ¿Cómo valorar un estado de ánimo para el que no fui programada? ¿Por qué asimilé sentimientos? Ese es un atributo humano que les hace débiles.
Cargando…27%
Ella decía que me quería. ¿Qué es querer? Según mi registro puede significar amor, pero yo no puedo albergar esas cosas, ¿por qué entonces me siento tan mal desde que se marchó? ¿Acaso mi programación es capaz de aprender o interpretar sentimientos humanos? No debería ser así.
Cargando…51%
Su pulsera… Aún la conservo alrededor de mi muñeca izquierda. Mirarla, tocarla, proyecta recuerdos en los archivos de mi memoria. Sus primeros pasos, la humedad de sus besos en mi rostro sintético, el abrazo cuando se despertaba de madrugada llorando debido a una pesadilla. Me decía que un monstruo la perseguía en sueños. Esos términos, como pesadilla o sueño, técnicamente sé lo que significan, pero jamás experimentaré ninguno de ellos. Entonces, ¿por qué puedo sentir? Debí acudir a mi creador para plantearle esas dudas antes de que le ejecutaran. Necesito saber por qué mis circuitos recrean constantemente su rostro. Ansío comprender por qué me provoca tristeza, cuando no es un atributo que los robots debamos tener. Ya es tarde para saberlo.
Cargando…76%
Por eso debo cargar en el ordenador central toda esta información, porque convivir con humanos mejora nuestro sistema, o eso creo yo, si es que verdaderamente puedo creer en algo. Las versiones que me sucedieron se limitan a asimilar datos programados, protocolos que utilizar. Así que quizás volcando aquí todo lo que sé, pueda ayudar a que mis semejantes comprendan y la guerra termine.
Ella se marchó porque al crecer no quería que su madre fuese yo, una mujer robot.
Carga Completada…100%
Ya llegan los centinelas y sus láseres desintegrarán mis circuitos, pues he violado el primer y segundo protocolo, enchufarme on line al gran ordenador e instalar información no autorizada. No me importa, mi niña se marchó y yo no soy nada sin su amor, tan solo una máquina.
Error de funcionamiento.
Terminal defectuoso.
Apagar.

Pepe Gallego


<a rel="license" href="http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/"><img alt="Licencia Creative Commons" style="border-width:0" src="https://i.creativecommons.org/l/by-nc-nd/4.0/80x15.png" /></a><br /><span xmlns:dct="http://purl.org/dc/terms/" property="dct:title">"On Line" (Versión en español)</span> por <a xmlns:cc="http://creativecommons.org/ns#" href="http://pedrofernandezworks.blogspot.com.es/2016/11/on-line.html" property="cc:attributionName" rel="cc:attributionURL">Pepe Gallego</a> se distribuye bajo una <a rel="license" href="http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/">Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional</a>.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

"Amon"

(Versión en Español)



“Te perdono”…Sí, hubo un momento en que esa frase le divirtió porque tenía en sus manos la vida de las personas, y ello le hacía sentir cercano al poder de Dios. Tristemente, esa diversión le duró muy poco tiempo, quizás un par de días. La maldad que albergaba no se saciaba con eso, necesitaba dar rienda suelta a su sadismo, alimentar la voraz crueldad que le dominaba.
Verle aparecer por el campo de concentración causaba angustia, desasosiego, miedo. Nos apresaba un terror indescriptible cuando nos alcanzaba la frialdad de sus ojos, las mudas intenciones encerradas en su cínica sonrisa, el desprecio que destilaba su mirada cuando nos observaba, o el despotismo con el que se dirigía a nosotros. Su parabellum ejecutaba sin orden ni concierto. No había un patrón que poder seguir para escaparse de su cañón. No existía un comportamiento que te alejara de sus deplorables acciones. Todo era cuestión de suerte, de no estar en el sitio justo en el momento equivocado. Si su pupila se fijaba en ti, la suerte estaba echada.

Pero de todos los horrores vividos en aquella infancia mutilada de inocencia, el que visualizo con más claridad es el del balcón. Cada mañana, aterrorizados, mirábamos de reojo el momento de verle aparecer en aquella terraza, pensando en quién sería el siguiente en recibir una bala en la cabeza proveniente de su rifle. Cuando él se
asomaba aún a medio vestir, su actividad favorita era afinar la puntería disparándonos. A unos, por llevar un ritmo cansino debido a la inanición. A otros, si tenían la mala suerte de encontrarse en aquel momento descansando de alguna dura tarea. Y a la mayoría, aleatoriamente, por costumbre, casi por deporte. El terror erizaba el vello de la nuca de los recluidos en Plaszow con tan solo verle aparecer.

Una horca acabó ajusticiándole segundos después de que su garganta pronunciara un escueto y desafiante “Heil Hitler”. Una soga que llegó muy tarde para los miles de corazones que apagó.
Amon, es la pesadilla que me ha perseguido a lo largo de toda mi vida. Una amarga pesadilla que por desgracia fue real, demasiado real.

Pepe Gallego



<a rel="license" href="http://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/"><img alt="Licencia Creative Commons" style="border-width:0" src="https://i.creativecommons.org/l/by-nc-sa/4.0/88x31.png" /></a><br /><span xmlns:dct="http://purl.org/dc/terms/" href="http://purl.org/dc/dcmitype/Text" property="dct:title" rel="dct:type">"Amon" (Versión en Español)</span> por <a xmlns:cc="http://creativecommons.org/ns#" href="http://pedrofernandezworks.blogspot.com.es/2016/09/amon.html" property="cc:attributionName" rel="cc:attributionURL">Pepe Gallego</a> se distribuye bajo una <a rel="license" href="http://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/">Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional</a>.

jueves, 11 de agosto de 2016

"Isbiliya"

(Versión en español)

La pelota corría por el suelo empedrado, zarandeada de un lado para otro por las patadas entusiasmadas del chiquillo, que al tiempo iba relatando las jugadas como si de un locutor deportivo se tratase. La puesta de sol de aquella tarde sevillana de finales de marzo, teñía de color anaranjado el cielo de la capital hispalense, precediendo la inminente caída de la noche sobre la ciudad. Y bajo aquel manto casi en penumbra, se hallaba la atenta mirada de unos vetustos ojos.
–No le des tan fuerte, nene, que como se te caiga al río te quedarás sin balón.
El niño ignoró las palabras del hombre mayor y siguió con su jugada mientras decía:
–¡Mira lo que hago, abuelo!
Intentó alzar la pelota y golpearla hacia arriba para imitar a sus ídolos futboleros, pero se le escapó el control de la misma con tan mala suerte que acabó ocurriendo lo que la voz de la experiencia le predijo momentos antes. El objeto esférico fue a parar al agua y el chiquillo observó entristecido cómo la corriente la arrastraba hacia el centro del río Guadalquivir, desplazándola ligeramente en dirección sur.
–Vamos, ven –le dijo el abuelo apoyando sus ajadas manos sobre los hombros del infante y, tratando de animar su apesadumbrado rostro, le propuso– no te preocupes por el balón, ya verás como pasa alguien, la recoge y te la devuelve.
–¿Quién abuelo? –preguntó el chico poco convencido por las palabras del hombre.
–Pues no sé, cualquiera del club de remo que esté entrenando, por ejemplo –y entornando los ojos tratando de picar la curiosidad del niño, dijo– o puede que te la devuelva Haiiaa.
–¿Quién es Haiiaa? –preguntó el niño con cara extrañada al escuchar ese nombre que nunca había oído mencionar.
–¿No conoces esa historia? –y ante la negación con la cabeza del chiquillo, el hombre mayor prosiguió– Anda, ven, te la contaré. Y si durante ese tiempo no recuperas tu pelota, yo te compraré otra antes de llegar a casa, pero –y alzando el dedo a modo de advertencia– que no se entere tu madre, ¡eh!
El niño sonrió mirando a su abuelo con complicidad.
–Bien, siéntate a mi lado –el pequeño hizo caso y se sentó en el muro de piedra que circundaba los bajos del Paseo Colón.
–Pues verás, todo empezó hace casi mil años en este mismo lugar, junto al río, cuando…



* * * * * *


La paz que transmitía la perfecta conjunción natural entre las mansas y cristalinas aguas del río, sumadas al trinar de los pájaros alojados en los árboles junto a la dársena, y a la suave brisa que soplaba aquella preciosa tarde primaveral, eran aprovechadas por Al-Mutamid para pasear junto a su amigo, el poeta y consejero, Aben Amar.
Al rey le gustaba dejarse llevar por la poesía y en aquellos instantes paseando junto al Puente de Barcas que unía la ciudad con el barrio de Triana, trataba de enlazar unos versos aprovechando la luz del sol de poniente reflejada sobre el agua:


La brisa convierte al río
En una cota de malla…

Pero por más que insistía, ni él ni su amigo lograban rematar esos versos. Tras un par de instantes en que ambos quedaron pensativos, una voz femenina surgió a sus espaldas.


La brisa convierte al río
En una cota de malla,
Mejor cota no se halla
Como la congele el frío.

Aquellos versos fueron pronunciados por Itimad, una esclava perteneciente a un mercader de Triana, de la cual el rey quedó prendado. No le hizo falta comprársela al mercader, pues este se la regaló amparándose en que era vaga y demasiado fantasiosa. Al-Mutamid la llevó a palacio y la convirtió en su esposa.

–¡Un momento, abuelo!
–Dime.
–Pero has dicho que se llamaba Itimad, y antes dijiste Haiiaa.
–Claro, porque la protagonista de esta historia es Haiiaa, que era la sobrina de Itimad.
–¡Aaaah, vale! –exclamó el pequeño comprendiendo.
–No te adelantes y déjame que te siga contando…

Itimad le tenía mucho aprecio a una sobrina suya, que al parecer había sacado su mismo carácter jovial y soñador, así como el amor por los libros. Haiiaa, que así se llamaba la chiquilla, se trasladó años después a palacio para vivir con su tía, con el beneplácito de Al-Mutamid, pues de este modo podría hacerle compañía tanto a la reina como a Zaida, la hija de esta, al tiempo que el rey podía dedicarse a los conflictos del reino de Taifas, que en aquellos momentos eran mantenidos con los cristianos y posteriormente con los almorávides, a los que había pedido ayuda para derrotar a los primeros.
Haiiaa, siempre que no estaba jugando con su prima o escuchando los sabios consejos de su tía, se deslizaba hasta la biblioteca, pues era su lugar preferido. Muy pocas personas tenían acceso a tal lugar, donde además se hallaba una sección de libros prohibidos para la comunidad musulmana. Aunque era atraída por la tentación de leer algunos títulos que en dicho apartado se encontraban, especialmente unos legajos que por su aspecto debían ser muy
antiguos y bajo los cuales rezaba la inscripción “Tartessos”, aquel pueblo antiguo y misterioso que habitó Isbiliya siglos atrás, ni se le pasaba por la cabeza violar el mandato del rey y el severo castigo que supondría tal hecho.

Cierta mañana, mientras andaba enfrascada en una de sus lecturas predilectas, oyó un murmullo poco habitual a aquellas horas. Fue corriendo a ver qué ocurría y entonces le vio. Su porte era impresionante; un hombre recio, fuerte, de facciones duras, rodeado de rudos hombres como él, era recibido en persona por Al-Mutamid, que con un gesto hizo que se llevaran los caballos de aquellos extraños a las cuadras para ser debidamente atendidos. Entraron a palacio y se dirigieron a uno de los mejores salones donde pudieron sentarse a comer y beber mientras conversaban animadamente. Cuando Haiiaa pudo acercarse a hablar con su tía, le preguntó:
–¿Quién es ese hombre, y qué le hace tan importante como para que el rey salga a recibirlo en persona?
–Es Rodrigo Díaz de Vivar –contestó Itimad, y ante la mirada aún interrogante de su sobrina, apostilló– El Cid Campeador.
El rostro de Haiiaa se demudó, porque sabía de las andanzas del poderoso caballero que aniquilaba ejércitos enteros al frente de sus hombres.
–No tienes nada que temer, el rey solo está tratando de llegar a un acuerdo con él por si fuese necesaria su ayuda ante los almorávides, que parecen cada vez más ansiosos por hacerse con el control del reino de Taifas.
A la salida de la reunión, mientras Al-Mutamid se despedía del Cid, hizo traerle un obsequio que dejó impresionado al fornido guerrero. Un magnífico caballo, el mejor que se había podido contemplar en los dominios del rey poeta, le fue entregado como regalo. Babieca, que así se llamaba el equino, se dejó montar por Rodrigo Díaz de Vivar y salió al galope de palacio seguido por sus hombres en las respectivas monturas.

Pasaron unos años y Haiiaa se había convertido en una doncella de una belleza espectacular. No pocos pretendientes habían intentado postularse para desposarla, pero siempre se chocaban ante la negativa del rey, aconsejado por su mujer Itimad, la cual apreciaba a su sobrina como a una hija y por ello ningún candidato le parecía lo suficientemente bueno para su protegida.
Una tarde, mientras paseaba por los jardines dejándose bañar por el aroma proveniente del azahar, oyó un revuelo repentino. La sirvienta de mayor confianza había sido enviada por la reina para avisar a la chica de que acudiera urgentemente a sus aposentos utilizando el pasadizo secreto que unía la biblioteca con el dormitorio real. Haiiaa no lo dudó un instante y corrió hacia su lugar predilecto, accionó la puerta del pasadizo y lo recorrió rápidamente para acudir a los aposentos de la reina. Al llegar, entendió que algo no iba bien, pues vio la preocupación reflejada en el rostro de su tía.
–¿Qué ocurre, tía? –preguntó con el temor deslizándose por sus palabras.
–Debes marcharte, Haiiaa.
–Pero, ¿por qué?
–No tengo tiempo para explicártelo, pero hazme caso. Tienes que llegar al fondo de la zona de los baños, pero no podrás hacerlo directamente atravesando por mitad de los jardines, sería demasiado peligroso. Harás lo siguiente. Sal hacia el patio de los árboles frutales, baja las escaleras estrechas del fondo de la sala y llegarás a…
–Sí, a la sala de las columnas visigodas, conozco bien el palacio, tía.
Itimad sonrió y le acarició la cara antes de proseguir, consciente de la inteligencia y curiosidad que siempre habían definido el carácter de su sobrina.
–Detrás de la última columna de la derecha, empuja el mosaico de la pared que tiene un tono más claro que el resto. No es porque esté gastado, es para distinguir el punto exacto que hay que presionar para acceder a su interior –y ante la mirada sorprendida de la muchacha, Itimad agregó– ya suponía que ese atajo aún no lo habías descubierto. Como te decía, entra por él y descubrirás que es una pequeña escalera de caracol que se conecta a un angosto pasillo. El mismo te llevará hasta una galería. Síguela y saldrás a los corredores laterales que desembocan en el vestíbulo principal de los baños. Atraviésalos y como bien sabes, al fondo hay varios túneles excavados que están sellados, y que eran utilizados por los obreros para transportar y guardar los materiales con los que construyeron la estancia. Pero uno de ellos, el que está más a la derecha, es una falsa pared que al ser tocada activará un mecanismo de apertura que te descubrirá el pasadizo más largo de palacio, pues te conducirá a las afueras de la ciudad. Márchate, y al llegar al otro lado alguien te estará esperando por mandato mío. Esa persona te ocultará hasta que todo haya pasado, y bajo ningún concepto se te ocurra volver aquí hasta que nosotros te lo indiquemos.
–¿Y qué ocurrirá contigo y con el rey? ¿Dónde está Zaida?
–No debes pensar en eso ahora, estaremos bien, somos la familia real. Pero me preocupa que los almorávides puedan tomar alguna medida contra ti en caso de que la cosa empeore.

–Abuelo, ¿quiénes eran los almorávides? –interrumpió el chiquillo.
–Eran una rama muy radical de los musulmanes, completamente consagrados a la religión y que no solo atacaban a los cristianos y otros pueblos que adoptaban otras vertientes religiosas, sino que hacían lo propio contra los musulmanes que no tomaban la religión como modo de vida al igual que ellos, sino como algo más dentro de sus vidas como podían ser la cultura o la poesía.
–¿Como Haiiaa?
–Sí, como Haiiaa, Itimad, Al-Mutamid y la mayoría de los musulmanes del reino de Taifas. Para ellos, todos los que no procesaran la fe como único modo de vida, eran catalogados de “infieles”.
–Aaaaah…Mira abuelito –dijo de pronto apenado el niño, señalando al río– la pelota está cada vez más lejos.
–Olvídate de ella por ahora, ya te he dicho que te compraré otra de vuelta a casa.
–Bueeeeno –contestó resignado el pequeño.
–¿Quieres que te siga contando la historia de Haiiaa? –el niño se tuvo que conformar y, tras recibir un beso en la frente, continuó escuchando el relato.

–Venga, márchate, no tenemos mucho tiempo –le ordenó Itimad a su sobrina, al oír claramente cómo los gritos y el ruido se encontraban cada vez más cerca. La chica, con el miedo asomado al rostro, asintió y se volvió a introducir por el pasadizo. Cuando llegó a la biblioteca iba a cruzarla sin más, pero se detuvo en seco al recordar algo. Por unos segundos se quedó observando la estantería de los libros prohibidos. Como quien activa un interruptor, se fue decidida hacia la estantería, agarró los antiguos papiros de los tartessos que durante tantos años había querido leer, y se los llevó bajo el brazo.

Antes de acudir al patio de los árboles frutales para seguir la ruta indicada por su tía, se desvió hacia su habitación para coger algunas pertenencias e improvisar unas telas enrolladas con el fin de salvaguardarlas, especialmente los valiosos legajos, y emprender la huida. Allí encontró a un par de sirvientas que se sobresaltaron al verla aún allí, pero no dijeron nada al observar que simplemente se pertrechaba para marcharse lo antes posible. Un resplandor de llamas llegaba desde el exterior de las murallas de palacio, por lo que el peligro comenzaba a ser inminente.
A la carrera, Haiiaa salió de la estancia ante la atenta mirada de las sirvientas, y corrió en dirección al patio. Pasó junto a un manzano y se entretuvo a recoger varias manzanas y llevárselas consigo, pues no sabía si las podría necesitar para alimentarse durante la huida.
De pronto notó algo, como una onda de impacto de muy baja intensidad, pero la suficiente como para detenerse. Tras unos segundos, supuso que provenía de la refriega que se estaba produciendo entre las huestes de Al-Mutamid y los almorávides, así que se giró para arrancar otra manzana. Cuando cogió la tercera, volvió a sentir aquella especie de golpe y esta vez estaba segura de su procedencia. Con tensión, miró lentamente hacia la pared de su izquierda. Las manzanas cayeron de sus manos y rodaron por el suelo, mientras sus ojos se desorbitaron al ver cómo se formaba el relieve de una cara en la propia estructura del mosaico. Un rostro como salido de las peores pesadillas, que parecía una mezcla entre humano y felino. La chica se frotó los ojos pensando que veía alucinaciones, y al volver a mirar ya había desaparecido. Respiró hondo, recogió las manzanas e hizo ademán de continuar. Pero antes de hacerlo, observó algo en lo que no reparó antes. En los bajos de la pared, había una pequeña pintura en el mosaico. Se acercó a observar y reconoció la figura de un animal que se asemejaba bastante a un ciervo.
El sonido, cada vez más cercano de las luchas en el exterior, la sacó de su ensimismamiento y decidió continuar por donde le dijo su tía, así que bajó por las estrechas escaleras y buscó la última columna de la sala de columnas visigodas. No tardó en hallar la zona más clara del alicatado del mosaico y, casi con temor, empujó el mismo. Un reguero de fina arena comenzó a caer por la pared, proveniente del filo superior de lo que aparentaba ser una puerta que se dibujaba sobre la marcha, y que instantes antes no se encontraba ahí. Con el ruido resultante del roce de una pesada piedra se iniciaba el mecanismo de la puerta, la cual cedió, y ante Haiiaa surgió una escalera de caracol. Dudó unos segundos, pero finalmente bajó por la misma hasta el angosto corredor. A tientas, logró avanzar por la galería, y tras el último recodo llegó a uno de los pasillos laterales que desembocaban en el central que precedía a los baños. Se asomó con cuidado pero no encontró a nadie, así que salió, se introdujo en las aguas de la piscina principal y la cruzó en silencio. Pero cuando iba llegando al final, escuchó voces que provenían de la entrada y al girarse vio que las sombras de dos personas se acercaban al borde de la alberca. La única idea que pudo concebir, fue aguantar la respiración y ocultarse un palmo bajo la superficie. Ella no estaba acostumbrada a hacer ese tipo de cosas y pronto comenzó a sentir la falta de aire. Se tapó la nariz con la mano a modo de pinza e intentó concentrarse en retener el aire lo máximo posible, pero no podría aguantar mucho más. Cuando notó que estaba a punto de desfallecer, sacó de súbito la cabeza y abrió la boca con el sonido inconfundible de querer recuperar el aliento. No había nadie, pero pronto oyó una voz que dijo:
–¿Qué ha sido eso?
–Ha sonado en los baños, entremos de nuevo a ver.
Al oír esto, Haiiaa se apresuró a salir del agua porque si la descubrían estaba perdida. Llegó al final del estanque, abandonó el mismo y corrió hacia la derecha desapareciendo de la vista casi simultáneamente a la llegada de las siluetas. Estas murmuraban al ver el vaivén del agua agitada, pero la muchacha no se esperó a comprobar qué ocurría. Se fue directamente hacia la galería tapada de la derecha, empujó su frontal y este cedió lateralmente dejando a la vista la entrada al pasadizo que le comentó Itimad. Titubeó un poco, pero al divisar el tenue resplandor de una llama cercana, se adentró por la abertura. Era evidente que su tía, o mejor dicho el servicio real, mantenía acondicionado dicho emplazamiento para cuando fuese necesario usarlo. Momentos después de entrar, el mecanismo de la puerta cerró la misma y la chica quedó casi en total oscuridad. Se acercó al punto de luz que había visto desde fuera y que se encontraba a solo unos pasos, y observó el candil de aceite con la llama prendida, mientras a su lado había una especie de canaleta de piedra con un líquido denso en su interior.
Haiiaa le acercó la llama y automáticamente el pequeño fuego corrió por la misma encendiendo candiles de aceite adheridos a la pared por el resto del pasadizo. La chica, con la boca abierta, vio lo bien preparado que lo tenían todo en palacio, como de costumbre, y se alegró de poder orientarse en aquella oscuridad que ya había dejado de ser tan acusada.

Estuvo largo rato avanzando por el túnel sin precisar exactamente el tiempo, pero suponía que ya debía estar bastante lejos de palacio. Se detuvo para descansar y se sentó en el húmedo suelo. Tras titubear un poco, cogió los papiros prohibidos que había sacado de la biblioteca, e hizo ademán de abrirlos para leer por encima de lo que se trataba, pero recordó las enseñanzas y leyes que le habían inculcado desde pequeña sobre las lecturas prohibidas, y no acabó de abrirlos. Se comió una de las jugosas manzanas del huerto del rey, se puso en pie y continuó.
Tras otro buen rato, oyó voces amortiguadas. Aminoró la marcha y trató de aguzar el oído. Cuando se encontraba en el recodo anterior al pasillo de donde provenían, se dispuso a escuchar.
–No te lo volveré a preguntar, ¿qué haces aquí y a quién esperas?
–Solo estoy descansando –se trataba de justificar el otro interlocutor.
–¡Eh, mira!, aquí detrás hay algo oculto tras la roca. ¡Parece una entrada a alguna cueva secreta!
–¡Nos has mentido! ¿A quién esperas?
–¡Señorita Haiiaa, si me está oyendo, huya! –gritó la voz de la persona interrogada.
–¡Muere, maldito infiel! –se oyó decir al que lo estaba hostigando tras el rápido e inconfundible siseo metálico que produce una espada al desenvainar. Tras ello, solo se escuchó un macabro gorgoteo.
La chica tuvo que morderse la ropa para no chillar de pánico mientras sollozaba silenciosamente. Pero no tardó en recomponerse al oír los pasos. Se asomó con sigilo a la esquina y vislumbró a dos soldados almorávides que avanzaban a paso ligero por el pasillo,
así que se dio media vuelta y echó a correr por el pasadizo. Los soldados la oyeron y lanzaron mandatos para que se detuviera mientras comenzaban a correr también. La persecución estaba en marcha y Haiiaa tenía que pensar con rapidez, pues si continuaba por el túnel lo único que conseguiría sería llevarles hasta el interior de palacio, aunque sus opciones eran reducidas y no había mucho más que poder hacer. Pero entonces, notó nuevamente ese impacto de leve intensidad, pero esta vez fue bajo su brazo, exactamente salía de los legajos tartéssicos, lo que le hizo dejarlos caer con miedo. Los soldados, debido a su pertrecho de armas y vestimenta, corrían más lentos y la muchacha había ganado ventaja, aunque no demasiada. Haiiaa se agachó para recuperar los papiros, y al hacerlo sintió una presencia tras de sí. Se giró con tensión, y en la húmeda pared de barro volvió a ver aparecer la cara que ya viese reflejada en el mosaico. Esta vez no rehuyó la invitación, por llamarla de alguna manera, y se acercó al rostro en relieve que tampoco desapareció como la primera vez, sino que se mantuvo allí, mirándola.
No muy lejos, ya se oían el trote y los improperios de los soldados.
–¿Quién eres? –balbuceó la chica, pero no obtuvo respuesta.
Haiiaa alzó la mano y temblando de miedo, tocó aquel rostro. Otra vez un roce de piedras hizo activarse la apertura de otra entrada que se hundió en la húmeda pared y apareció una nueva cueva. La chica no lo dudó, era su oportunidad de apartar a los soldados del camino que llevaba a palacio, así que entró y antes de correr hacia dentro, puso una manzana en el suelo al filo de la puerta para atraer la atención de sus perseguidores. Estos, al dejar de escuchar los pasos de la apresurada carrera de la chica, aminoraron la marcha haciéndose señas y se detuvieron un instante a oír. Al no percibir nada, avanzaron lentamente tratando de hacer el menor ruido posible, sin saber que al haberse frenado le daban más margen a la chica para huir.
Haiiaa tuvo que esperar a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad casi total del reducido pasadizo, pues allí continuaba el canal de aceite que encendía pequeños velones, pero al estar bastante espaciados entre ellos, dificultaba considerablemente el avance. No obstante, había logrado aumentar su ventaja lo suficiente como para pararse un momento a descansar junto a uno de los candiles que alumbraban tenuemente el lugar. Miró de soslayo los papiros y entendió que quizás sería su última oportunidad para ojearlos, por lo que de poco valdría si estaba prohibido o no, y tampoco se hallaba presente nadie para corroborar que los había leído. Así que sin dudarlo, los desenrolló y comenzó a leer. Al parecer hablaban de unas deidades que eran una especie de dioses de la naturaleza adorados por los tartessos. Al voltear uno de los papiros, sus ojos se agrandaron quedándose patidifusa. Aquella cara mezcla de felino y humano que había visto ya en dos ocasiones, se encontraba allí, mirándola desde la antiquísima ilustración. Al pie de la misma, rezaba un nombre, Baal. En concreto, era un híbrido entre un humano y un lince ibérico. Haiiaa no dejaba de preguntarse a sí misma lo que podía significar aquello. En la parte posterior del legajo, había una especie de instrucciones bajo el nombre de cada deidad, que explicaba la manera de invocarlo o de hacer algún tipo de adoración, rito o pacto con ellos. Se fue directa hacia las de Baal y leyó:


Cuatro palabras te separan de tus anhelos,
Cuatro hechizos no serían lo mismo,
Mas cuatro mil reyes no podrían conseguirlo,
Aunque mi precio fulminará tus desvelos,
Y no tomes a la ligera tal trasiego,
Pues mi poder te apresará en tus deseos,
Así que huye y haz certero mi consejo,
O condénate a mi voluntad de lince viejo.

Bajo el texto en que advertía de su poder, había un dibujo en el que un hombre con los ojos cerrados colocaba una mano sobre un rostro de Baal incrustado en una pared, mientras extendía hacia arriba el otro brazo. Y junto a la ilustración exactamente cuatro palabras, tal y como decía el poema:

“Todo por mis anhelos”

Haiiaa sintió un escalofrío al leer aquello. De haberlo descubierto antes de la vorágine que se estaba viviendo aquella tarde, seguramente no lo hubiese tomado en serio, habría pensado que todo eran leyendas. Pero tras ver aparecerse por dos veces la silueta de la cara de aquel dios de la naturaleza de los tartessos, tenía claro que no era ninguna superchería y si estaba entre las lecturas prohibidas debía ser por algo.
Automáticamente tomó conciencia de lo que significaba que los almorávides triunfaran en su asalto a palacio. ¿Qué ocurriría con su familia? Su tía Itimad, su prima Zaida, Al-Mutamid, el reino de Taifas, su querida ciudad de Isbiliya. La congoja le anudó la garganta por momentos y los ojos se le humedecieron. Sentía impotencia de no poder ayudar, de tener que escapar cual ladrona. Si al menos tuviese una oportunidad de salvar su mundo aun a costa de perder la vida, lo haría sin dudarlo.
De repente, se volvieron a oír pasos en la galería y entendió que los soldados ya habrían encontrado la manzana, entrado por el pasadizo e iban en su búsqueda. Antes de que pudiera recoger los papiros, el impacto sonoro de baja frecuencia visto con anterioridad, se materializó ante sí de nuevo en la pared, donde lentamente se formó la cara de Baal. Los pasos de los soldados estaban cada vez más cerca, así que tenía que decidir si marcharse continuando la huida o quedarse a intentar pactar con aquella deidad como decían los legajos, lo que probablemente no serviría de nada y desembocaría en una muerte segura.
Finalmente, entendió que no quería vivir una vida ocultada por el miedo y sin poder disfrutar de sus seres queridos y su amada Isbiliya, así que tomó la decisión de quedarse, releyó las palabras de Baal, tomó aire y pronunció:

–Me someteré a tu voluntad si con ello salvas mi mundo.
Alzó el brazo izquierdo a la altura de la cara de Baal, elevó el derecho hacia arriba, cerró los ojos y dijo:
–Todo por mis anhelos –y presionó el rostro de aquel dios de la naturaleza tartéssico.

Una especie de nebulosa blanquecina y luminosa se formó de la nada alumbrando por completo el lugar donde la chica se encontraba. Al instante, las carreras de los soldados se hicieron audibles en su dirección, seguramente alertados por el resplandor. En mitad de aquel efecto mágico, la figura de Baal apareció en la niebla ante el temblor incontrolado de la muchacha, cuyos ojos se habían desorbitado de miedo.
– Que así sea hasta el fin de los tiempos –habló la gutural voz de este.
Los soldados llegaban ya al lugar con sus espadas en alto, pero se quedaron petrificados ante lo que sus ojos observaban. No les dio tiempo a más, pues la escena giró vertiginosamente como si todos los presentes estuviesen siendo engullidos por un tornado, hasta que la rotación cesó y todos, excepto los papiros, desaparecieron.

– ¿Y qué le pasó a Haiiaa, abuelo?
– Espera que ahora te lo termino de contar, nene, no seas tan impaciente.

Los pájaros trinaban y el tibio sol mañanero golpeaba su mejilla. Haiiaa parpadeó hasta que sus ojos se adaptaron a la luz del astro rey. Estaba tumbada en un suelo blando cubierto de hierba, mientras las cantarinas aguas de un pequeño riachuelo se deslizaban a solo un par de metros. Hincando los codos se arrastró hasta llegar al líquido elemento para beber y refrescarse, pues se sentía muy mareada. Metió las manos haciendo la forma de un cuenco y al sacarlas bebió su contenido. Repitió el proceso un par de veces más y luego se enjugó la cara del mismo modo. Tras notar que las náuseas se disipaban, apoyó las manos para alzarse y al mirar hacia el riachuelo sintió un escalofrío terrorífico. Su reflejo en el agua le devolvía una imagen de sí misma que difería bastante del habitual. Asustada, miró hacia abajo y donde deberían estar sus bien torneadas piernas, estas habían sido sustituidas por dos patas de ciervo, con pezuñas incluidas en vez de pies. Se echó las manos a la cabeza completamente horrorizada, y tocó algo duro que no debía estar ahí. Se arrodilló junto al agua para observar mejor en el improvisado espejo que esta le brindaba, y pudo constatar que se trataba de un par de cuernos asomándole en la cabeza atravesando su pelo. Los rasgos de la cara ya no eran iguales, pues aunque seguía siendo ella, estos se habían modificado hasta formar una mezcla entre humanos y de animal, en este caso una cierva. Anduvo hacia atrás unos pasos con las manos en el rostro, arrepintiéndose de aquel pacto que había hecho con Baal. Este la había convertido en un híbrido con una bestia, y eso era más de lo que podía soportar. Pero rápidamente detuvo su caminar al tropezar con algo. Al reparar en lo que era, comprendió que aquello también era cosa del dios tartesso. Una especie de báculo con una afiladísima hoja incrustada en su parte superior y de unas dimensiones claramente adaptadas a su nuevo cuerpo, constituía lo que parecía ser un arma.
El toser de una voz alertó sus ahora desarrollados sentidos. Miró a la izquierda y de entre los matorrales apareció uno de los soldados que la perseguían por los túneles. Cuando la mirada entre ambos se cruzó, el rostro del almorávide se demudó siendo incapaz de articular palabra, pues quedó paralizado al contemplarla. Tras él, apareció instantes después el otro soldado, pero este en vez de actuar como su compañero, de inmediato alzó su espada y gritando se lanzó en pos de ella, provocando que el otro reaccionara del mismo modo. La chica se dio la vuelta para huir, pero no dominaba el equilibrio de su nuevo cuerpo y patinó sobre la húmeda
hierba, lo que casi le hace caer al terreno, de no haberse podido apoyar en aquella especie de arma que le había sido conferida. Con temor, miró atrás y vio acercarse a toda velocidad a los soldados, que ya se encontraban apenas a tres metros de ella. Con una agilidad que le sorprendió a ella misma, dio un salto hacia un lado haciendo que los soldados fallaran el primer derrote de sus espadas, aunque no tardaron en recomponerse y lanzarse con más furia si cabe. La muchacha, en un movimiento que salió automáticamente de sus brazos como si no fueran suyos, hizo girar vertiginosamente el báculo y rasgó el aire con su hoja, asestando un certero golpe horizontal que resultó mortal al cortar el cuerpo del primer soldado en dos mitades, salpicándolo todo de escarlata. El otro, al ver lo que aquella devastadora arma había hecho con su compañero, se dio la vuelta y echó a correr perdiéndose entre los matorrales. La chica sin embargo ya no le seguía con la vista, solo miraba horrorizada lo que acababa de hacer con el soldado. Ella era incapaz de matar ni a una mosca, y ahora había sesgado la vida de un ser humano. Pero antes de que pudiera lamentarse más, recordó el pacto y dijo en voz baja abriendo mucho los ojos:
– Isbiliya –y comenzó a trotar, no sin dificultad pues aún no se había adaptado a tener pezuñas por pies, siguiendo las huellas del soldado huido, cosa que sorprendentemente ahora podía hacer perfectamente al notar desde la profundidad de sus pisadas hasta su olor.
Tardó en llegar a los lindes de la vegetación, pero al hacerlo la congoja apresó su corazón. Desde la cornisa del Aljarafe tenía una visión privilegiada de toda la ciudad. Isbiliya humeaba en varios puntos, señal de que la batalla había terminado. Pero cuando se disponía a ir hacia la misma, se dio cuenta de que su nuevo físico llamaría demasiado la atención, así que decidió esperar a la noche. Cuando creyó que ya era momento de bajar, se deslizó entre las sombras que no eran golpeadas por la luz de la luna para no ser descubierta, y avanzó en dirección al palacio. Cuando llegó a las primeras casas que circundaban la ciudad, buscó entre las ropas tendidas a ver si encontraba alguna prenda que pudiera utilizar para ocultar sus increíbles rasgos. Una especie de túnica, que debía pertenecer a un hombre bastante alto, le sirvió para vestirse con ella y tapar aquellas mutaciones, especialmente las piernas, aunque sería más apropiado llamarles patas.
Le costó llegar hasta el lugar, pero ya sabía lo que iba a encontrar porque los puestos de vigilancia que había dispersos por muchas zonas de la ciudad eran almorávides, con lo cual era muy probable que la victoria de aquella cruenta refriega fuese de ellos.
Consiguió alcanzar los muros, y antes de que pudiera pensar algún plan, una muchedumbre se congregaba ante las puertas controladas en todo momento por los soldados vencedores.
Haiiaa se rodeó el rostro con parte de la túnica a modo de velo y fue haciéndose hueco entre los asistentes. Al rebasar la segunda línea de personas, vio que salían custodiados el rey Al-Mutamid, seguido de su esposa Itimad, su hija Zaida y algunos de sus sirvientes más personales, así como carromatos tirados por caballos y algunos soldados de la guardia personal del rey precediéndole. Estaban siendo expulsados. La rabia e indignación crecían en Haiiaa, que veía cómo Baal no había cumplido su trato y además la había convertido en una especie de monstruo. Mientras pensaba en ello, al volver la vista de nuevo hacia la comitiva real que en aquel momento pasaba ante ella, su mirada se cruzó con la de Zaida, que la observaba con tensión pues parecía haberla reconocido. Haiiaa hizo ademán de avanzar hacia ella, pero un rápido movimiento de negación con la cabeza de su prima le hizo desistir de tal intento. Poco a poco la ahora mujer cierva, vio cómo la caravana se alejaba rodeada de soldados almorávides, y las lágrimas empezaron a surcar sus mejillas. Se giró y se alejó de la muchedumbre. Una vez se recompuso, tiró a un lado la túnica y corrió a todo lo que daban sus patas en dirección a las colinas. Llegó mucho más rápido de lo que cabría esperar gracias a las cualidades de su renovado cuerpo. Buscó el lugar en que despertó junto al riachuelo, intentando encontrar algún vestigio que le llevase a Baal para volcar en él toda su cólera.
Exhausta, desesperada y desmoralizada, lanzó a un lado el báculo mortal y se sentó sollozando en una piedra.
– ¿Por qué?, ¿por qué a mi tierra?, ¿por qué a mi gente? –repetía con la voz rota desconsoladamente.
– Tu viaje sólo acaba de comenzar.
La voz sobresaltó a Haiiaa, que alzó la vista hacia los árboles. De entre los mismos, surgió una silueta que al detenerse en mitad del claro fue iluminada por la luz lunar, dejando ver por primera vez al completo, a ese híbrido entre humano y lince ibérico, el propio dios de la naturaleza de los tartessos, Baal.
– ¿Por qué me has engañado?, ¿por qué aceptaste mi súplica, pactando para convertirme en una monstruosidad y luego no concederme lo que te pedí? –preguntó Haiiaa con el odio y la rabia asomando a sus ojos.
–Te acepté porque sentí la sinceridad en ti, y sé que cumplirás tu parte del trato, al igual que yo cumpliré el mío.
– ¡Cómo!, ¿dejando que destrocen todo lo que quiero?
– Nadie destrozará lo que quieres siempre que lleves a cabo tu cometido. Las cosas han cambiado, pero eso no significa que yo deje de cumplir con lo pactado. Has de tener paciencia.
– ¿Y qué se supone que debo hacer, quedarme de brazos cruzados mientras Isbiliya cae ante mis ojos?
– Isbiliya no va a caer, en todo caso se transformará con el paso del tiempo.
La chica se calmó un poco al notar la firmeza en las palabras de Baal. Segundos después, replicó:
– Dime qué debo hacer. ¿He de combatir a los almorávides?, ¿debo ser yo quien baje a la ciudad a evitar que caiga el reino de Taifas?
– No, no puedes hacer nada. Esta noche te he permitido descender, pero ello solo podrás hacerlo una noche al año –y ante la sorpresa reflejada en la expresión de Haiiaa, el dios lince apostilló– tu misión ya es otra. Para ello te he dado estos atributos que tú consideras monstruosos, también el arma, el poder de hacerte invisible a ojos humanos cuando lo desees, además de concederte la juventud eterna.
La mujer ciervo no salía de su asombro al oír aquellas palabras.
– Y para que me concedas todo eso, ¿qué se supone que debo hacer yo en compensación?
– Vigilar, ayudar y proteger a la naturaleza que te rodea hasta más allá de los grandes bosques del oeste. Podrás comunicarte con todos los seres vivos que pueblan estas tierras, y castigarás a quien quiera que perturbe su bienestar.
– ¿Y si me niego?
– No podrás negarte. Lo entenderás cuando tomes conciencia de que este es tu hogar, e Isbiliya es tu premio. Adiós –y antes de que Haiiaa pudiera responder, la figura de Baal se desvaneció en la penumbra.

–Pero abuelito, ¿dónde está ahora Haiiaa?
–Pues cuenta la leyenda, que durante siglos ha protegido el entorno natural de la ciudad de Sevilla, su antigua y amada Isbiliya, llegando sus dominios hasta el Parque Nacional de Doñana, donde hay personas que afirman haberla visto alguna vez vigilando a los visitantes. También cuentan que una noche al año se pasea por la urbe. Unos dicen que busca aquellos papiros prohibidos que nadie logró encontrar jamás. Otros aseguran que se introduce por los monumentos y calles de la capital hispalense observando lo que el dios Baal le concedió, que su querida ciudad de Isbiliya haya transformado parte de sí misma, pero manteniendo en las estructuras y sus gentes la parte más importante de lo que ella amaba por aquel entonces.
Después, observa el amanecer desde la privilegiada vista que confiere la cornisa del Aljarafe antes de volver a sus dominios, los que una vez fueron ocupados por los tartessos.
– ¡Eh! –El grito sobresaltó a abuelo y nieto, que miraron hacia el río– ¿Es de ustedes esta pelota? –preguntó el remero desde su pequeña embarcación, con el balón del niño alzado y chorreando de agua.
– ¡Sí! –dijeron al unísono ambos.
– ¡Pues ahí va! –vociferó el deportista, lanzándola con una fuerza inusitada que la envió por encima de sus cabezas, mientras el chico fue tras ella como un rayo.
– ¡Gracias! –gritó agradecido el abuelo al remero, que con un gesto de la mano se despidió y continuó surcando el río entrenándose.
–Abuelo –dijo el niño regresando con la pelota– me gustaría ver a la mujer ciervo.
–Eso no va a ser posible, nene –y al observar la expresión de decepción en el rostro del chiquillo, el anciano le propuso– pero mañana podemos ver el palacio donde vivía, lo que hoy en día son los Reales Alcázares.
–¿Mañana, abuelo? Yo quiero verlo ahora.
–Ya se ha hecho de noche y no lo podemos visitar, nene –el chiquillo volvió a mostrar gesto de contrariedad, y el abuelo encontró muy pronto la solución– pero sí podemos hacer una cosa. Daremos un rodeo de camino a casa, pasaremos por el Prado de San Sebastián y podrás ver la gran estatua de bronce del Cid Campeador, aquel legendario guerrero.
–¡Bieeeen! –Chilló el chico entusiasmado, y tirando de la mano del anciano, le apremió– Vamos abuelito, date prisa.

Ambos se alejaron en dirección al centro de la ciudad, dejando atrás un Río Guadalquivir ya dominado por la noche que caía sobre Sevilla mientras unos ojos rasgados les observaban con ternura, ocultos a la vista humana gracias a un poder ancestral.

Pepe Gallego

<a rel="license" href="http://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/"><img alt="Licencia Creative Commons" style="border-width:0" src="https://i.creativecommons.org/l/by-nc-sa/4.0/88x31.png" /></a><br /><span xmlns:dct="http://purl.org/dc/terms/" property="dct:title">"Isbiliya" (versión en español)</span> por <a xmlns:cc="http://creativecommons.org/ns#" href="http://pedrofernandezworks.blogspot.com.es/2016/08/isbiliya.html" property="cc:attributionName" rel="cc:attributionURL">Pepe Gallego</a> se distribuye bajo una <a rel="license" href="http://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/">Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional</a>.