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Noche tras noche durante semanas, había perseguido su rastro a través de montañas, bosques y páramos, pero el ogro se movía más rápido de día que él de noche, por lo que no lograba alcanzarle. Pero en algún momento, por la razón que fuese, tendría que detenerse. Y ese instante sería aprovechado por él para matarlo y devorarlo.
Con la obsesión por Kannibaal grabada a fuego en su cerebro, bajó por una ladera y vislumbró a lo lejos un poblado en llamas donde los gritos se sucedían. El trol entendió que el ogro habría pasado recientemente por allí o incluso podría darse el caso de que aún permaneciera en esas tierras. Apresuró el paso pero siempre pegado a las rocosas paredes o zigzagueando entre los árboles, buscando la más espesa oscuridad que le proporcionara el factor sorpresa. Pero cuando se hallaba cerca de los lindes de la aldea, un estruendo le hizo girar la cabeza en dirección a los páramos. En las tinieblas era difícil de ver, pero los trols poseían una magnífica visión nocturna pues era el medio en el que se movían, y rápidamente detecto la silueta del santuario de piedra. Automáticamente miró a la hierba y vislumbró fácilmente las huellas de un ser, que a tenor de las pisadas, debía rondar los cuatro metros de envergadura. Era un ogro grande, sin duda, pero seguía estando en desventaja ante sus más de siete metros. Verslinder, es decir “devorador”, como apodaban los habitantes de las tierras altas a aquel imponente y encolerizado trol, arrancó un árbol joven que había junto a él, lo sostuvo en alto con ambos brazos a modo de gigantesca lanza, y comenzó a correr en dirección al santuario. Dentro, “Kannibaal”, al que a duras penas lograban frenar Toorn y Woedend, dos guerreros del caos, estaba completamente ajeno a la alterada mole que en segundos se le vendría encima por sorpresa.
Pepe Gallego
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