jueves, 27 de septiembre de 2018
"Híspalis"
Vagaba, sin rumbo, por las calles del casco antiguo sevillano, inmerso en sus cavilaciones. Eran las primeras horas de una fría tarde de enero, llevaba lloviendo todo el día como había sido habitual durante la última semana. Ahora lo hacía con menor intensidad, pero el desapacible viento racheado provocaba que la llovizna y el frío fuesen cortantes, y los pocos transeúntes que se aventuraban a enfrentar semejante panorama, bien por obligación laboral o por asuntos que requerían atravesar las calles del centro, imbuían sus rostros tras los alzados cuellos de sus abrigos para mitigar, en la medida de lo posible, aquella desagradable laceración.
Juan no, simplemente paseaba sin rumbo fijo. No parecía hacerle mella el temporal pues su mente le abstraía de todo a su alrededor. Un pensamiento agotado, trasnochado, vencido por las circunstancias. Cumplida la cuarentena de primaveras, no lograba entender cómo había llegado al punto de no creer ya en lo que veía disfrutar, aunque fuese de forma efímera, a otras personas de su entorno. El amor… ¿Por qué se le negaba una y otra vez disfrutar de ese sentimiento? Él no era un hombre malhumorado. Al contrario, solía desbordar simpatía en su día a día sin caer en la caricatura del payaso cansino. Era muy trabajador, una persona razonablemente culta, con una educación y valores más que aceptables. Sí, tenía sus defectos como todo el mundo y él era consciente de ellos, y quizás no fuese físicamente un adonis, pero tampoco era un tipo feo y la prueba era que no pasaba demasiado tiempo sin que alguna fémina sintiera atracción por él. Entonces, ¿qué fallaba? ¿Por qué ninguna de esas mujeres apostaba realmente por él? Juan no era, como se suele decir, un “picaflor”, realmente buscaba conocer a alguien que demostrase que quería conocerle de verdad, que sintiera verdadera necesidad por verle, por estar con él. Pero la realidad era que no lo conseguía por más que se esforzara.
Tras un buen rato enredado en sus reflexiones, los pies le llevaron al Callejón del Aire. A mitad del mismo, pasó junto a un local de masajes y baños árabes, miró hacia adentro y detuvo su caminar. Tras la puerta de cristales, el moreno rostro de mujer llamó poderosamente su atención. La muchacha, que en esos momentos charlaba animosa con una compañera, exhibía una nacarada sonrisa jovial y unos preciosos ojos almendrados que embobaron el gesto de Juan. Pero pronto pensó que una chica así, de esa belleza y con al menos diez años menos, jamás repararía en alguien como él, un trasnochado hombre de alcanzada madurez, o como él solía decir, que ya había comenzado el segundo tiempo de su partido.
Con esa conclusión en su cabeza, alzo el cuello de su cazadora de cuero y continuó andando callejón abajo. Mientras, en el interior de aquellos baños árabes, la muchacha dio una especie de respingo y apagó su sonrisa girándose a mirar hacia la puerta.
—¿Qué te ocurre? —preguntó su compañera al ver la inusual reacción.
—Nada, he sentido un escalofrío —contestó Azucena sin dejar de mirar hacia la vacía entrada del recinto tan solo usurpada por la racheada llovizna.
Juan, que continuó andando hasta el final del pasaje, torció la esquina hacia la Calle Mármoles y se encontró con aquellas tres columnas romanas tan llamativas y que siempre provocaban que se parara a admirarlas, aunque la mayor parte de las veces se detenía ante ellas porque le aportaban una especie de serenidad que le permitía sumergirse en sus pensamientos. No sabía exactamente por qué le ocurría eso ante las preciosas y blancas columnas, pues no era un entendido en arquitectura y, aunque le gustaba la historia de la ciudad, tampoco era un apasionado. Sin embargo, sin saberlo, siempre que pasaba por allí se quedaba contemplándolas en silencio mientras su cerebro discernía los problemas a través de sus enrevesados corredores mentales.
Las columnas podían verse completamente en verano aun estando en un nivel inferior al de la calle, pero en invierno solían estar cubiertas hasta casi la mitad por agua, plantas y flores debido a las lluvias, y este era precisamente el caso.
Juan se apoyó en la gris reja que le separaba del foso donde se hallaban, observando los nenúfares que flotaban en el agua golpeados por la fina llovizna y entre los cuales saltaba una pequeña rana. Cerró los ojos y comenzó a meditar sobre su mala suerte con el sexo contrario, y por un momento la angustia quebró el habitual fuerte y alegre carácter que le presidía. No era un tipo de lágrima fácil, más bien al contrario, era el clásico tipo duro que intenta ocultar sus peores momentos disfrazándolos con una máscara de sonrisa carnavalesca o encerrando el llanto en una cárcel de altanero orgullo. Sin embargo, en aquel momento se sentía desgraciado y no podía evitar que esa bola de angustia le escalara la garganta hasta sus ojos, humedeciéndolos con la salada secreción.
Tras unos segundos, tragó saliva tratando de serenarse y entonces notó como si alguien lo mirara. Giró la cabeza para ver que allí no había nadie. Pero al volver la vista hacia las columnas, se quedó petrificado ante lo que veían sus ojos. La rana, que momentos antes saltaba entre las hojas, se aferraba al torso de la mano de una muchacha que se hallaba semi sumergida en el agua y le estaba mirando fijamente sin prestar atención al anfibio. Una chica de pálida piel, con un pelo mitad moreno y mitad color verde que hacía juego con sus grandes ojos esmeralda. Le observaba con expresión calmada y una tímida sonrisa dibujada en sus labios.
—¿Quién eres tú? —preguntó Juan incrédulo.
La muchacha no emitió palabra alguna, pero las hojas y nenúfares que flotaban en el improvisado estanque se comenzaron a arremolinar a su alrededor para colocarse de tal manera que formaron un nombre.
—Astela…—Balbuceó él— Pero ¿cómo has hecho eso? ¡No puede ser! —Y echándose las manos a la cara, concluyó— tiene que ser producto de mi imaginación, me debo estar volviendo loco.
—Esto es real —la voz penetró en la mente de Juan sin pasar por sus oídos— tu imaginación nada tiene que ver. Estoy en la ciudad desde que la llamaban Híspalis. No tengas miedo, voy a ayudarte.
Muy despacio, Juan fue destapándose la cara bajando las manos, y volvió a observarla.
—¿Por qué yo? No soy nadie, ¿por qué de entre tanta gente has elegido ayudarme a mí?
—Porque cada invierno, cuando estas columnas se anegan de agua, te observo al pasar por aquí.
—Pero yo nunca te he visto a ti.
—Yo elijo quién y cuando me puede ver.
—¿Y qué razón te ha impulsado a dejarte ver hoy y querer ayudarme?
—Tu corazón.
—¿Mi corazón? ¿Acaso puedes verlo?
—No, pero sí puedo sentirlo. Y por primera vez en las veces que te has detenido en este lugar, he sentido un alma que se oscurecía ahogada en la desazón y la amargura.
Juan bajó la mirada asumiendo la verdad que Astela había descubierto y que hasta ese momento solo él creía saber.
En ese instante, unas pisadas parecían acercarse. Unas pisadas con el sonido clásico que suelen hacer los cascos de los caballos, pero cuyo ritmo no concordaba con el de un cuadrúpedo como el equino, pues parecían de un bípedo. Juan miró a Astela y esta viró la vista hacia el Callejón del Aire. Volvió a mirarlo y dijo:
—Ya viene.
—¿Cómo? ¿Quién viene?
—Creo que Haiiaa ya ha encontrado un remedio para iluminar tus tinieblas.
—¿Qué? ¿Quién es Haiiaa? ¿Qué remedio?
—No solo hay deidades como yo en Sevilla. Las hay terrestres y de otras épocas, como cuando los musulmanes llamaban a la ciudad Isbiliya.
Juan, que miraba en ese instante hacia la esquina por donde se escuchaban cada vez más cerca esas pisadas, oyó decir a la ninfa del agua:
—Pero tranquilo, ella sabe lo que hace.
Él se giró para mirar a Astela pero no quedaba ni rastro de ella, tan solo unas ondas en el agua y la rana saliendo de la misma encaramándose a una enredadera.
El sonido de los cascos llegaba ya al recodo y Juan contuvo la respiración esperando ver a otro espíritu, pero lo que observó le dejó perplejo. La tez morena, la preciosa melena azabache y los almendrados ojos se cruzaron en su mirada. Ella, le obsequió con la nívea sonrisa que vio a través del cristal de los baños árabes un rato antes, rompiendo el silencio con un “hola” que le hizo estremecer, y a duras penas logró devolver el saludo iniciando una conversación. Mientras, una sombra mitad mujer mitad ciervo, se deslizaba en dirección a los Reales Alcázares observada por unos ojos desde el pequeño estanque que bañaba las columnas romanas. Unos ojos color esmeralda.
Pepe Gallego
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